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lunes, 18 de enero de 2016

Rederos, una profesión con mucha tradición en Isla Cristina

Isla Cristina, como en cualquier puerto pesquero, tiene sus muelles salpicados de rederos, hombres en el sur y mujeres en el norte, que soportando a la intemperie lo que venga, frío y lluvia en invierno, y calor abrasador en verano, crean de la nada y reparan, nudo a nudo, millones en toda una vida, las artes de pesca de trasmallo, cerco, palangre o arrastre.

Estos hombre curtidos, de manos agrietadas por los cortes, golpes, roces y temperaturas extremas, existen desde que, posiblemente, el primer habitante del islote custodiara los básicos aparejos de pesca que guardaban hasta la siguiente temporada. Con el paso de años y décadas, las redes han cambiado y mejoradas en materiales y tamaños, por lo tanto, también en su elaboración y reparación pero siempre manteniendo la técnica artesanal. De las primitivas artes en hilo de cáñamo, alquitranadas para reforzarlas, y de pocos metros de longitud, se ha pasado al nailon o plástico, alargándolas para conseguir más capturas en menos lances.
Viejos rederos reparando artes de pesca, con la caldera de alquitrán al fondo.

Viejos rederos reparando artes de pesca, con la caldera de alquitrán al fondo.
Generación tras generación, los rederos han sido muy codiciados por los armadores. Además de la experiencia del patrón para elegir caladero, era inteligente contar con la sapiencia de los mejores rederos; de la comunicación entre ambos, depende que el barco arribe a puerto con sus bodegas mas o menos llenas. Un error de cálculo en uno o varios de los “paños” que compone un arte, determina el éxito o el fracaso. La responsabilidad es enorme.

Una de estas familias, en su cuarta generación de rederos, la encabeza Manuel Reyes Cristóbal. A sus 67 años, ya jubilado, sigue paseando por los muelles isleños y aconsejando a sus hijos y nieto, como ya lo hiciera su padre con él, Antonio Reyes, conocido cariñosamente como “El Abuelito”. Manuel cogió por primera vez una aguja a los siete años de edad, ayudando a su madre a tejer los copos en su propio domicilio, “no había horas, de día, de noche, siempre estábamos cosiendo” y cuando fue un poco más mayor, “ya me vine con mi padre al muelle,  hasta que me jubilé”.
Manuel Reyes, a pesar de estar jubilado, pasea a diario por el muelle.

Manuel Reyes, a pesar de estar jubilado, pasea a diario por el muelle.
Recuerda con orgullo aquellos primeros años, cuando su padre era Maestro Redero de los antiguos galeones a vapor y los primeros barcos de arrastre. Entonces era habitual ver a treinta, cuarenta y cincuenta hombres elaborando una nueva red o reparar las que venían rotas de la mar. Ahora tan solo uno, dos o tres rederos por arte, casi siempre familias, que se afanan en terminar el trabajo, según las prisas del armador. Manuel tira de memoria y con nostalgia rememora trabajar junto a su progenitor, “todo era mas duro, secar la red de cáñamo, repararla, alquitranarla, tenderla para que secara y vuelta a alquitranar, era una esclavitud”.

La perfección en esta profesión se alcanza tras décadas de trabajo. Los antiguos no tenían escuelas para aprenderla, solo armando y desarmando una red, perfilando técnicas a ojo y aprendiendo de los errores, conseguías un nombre y prestigio. Manuel sabe detectar el más mínimo fallo, no necesita planos, ni medidas, extendiendo el arte sobre el muelle, solo con la mirada de la experiencia, sabe si algo no está bien y cómo repararlo. Todos estos conocimientos, acumulados durante años, se los ha ido transmitiendo a sus dos hijos, Manuel y Tomás, así como a su nieto Adrián, hijo de Manuel. Y aunque hubiera preferido que se hubieran dedicado “a otra cosas”, en el fondo está orgulloso que hayan elegido su mismo camino.

Manuel es el mayor de sus hijos y empezó en la red casi a la misma edad que su padre, a los ocho años, aunque “solo venía en verano y fines de semana a echar la manita”. Manuel pudo estudiar en Sanlúcar de Barrameda, hasta que, a los dieciocho, regresó y comenzó a coser junto a su padre y hermano, ya de forma continuada. Afirma que se inició “por devoción” más que por obligación “porque siempre me ha gustado ser redero”. De forma jocosa cuenta que lo más difícil es “aguantar a los dueños” –risas- “y el mal tiempo, ya sea frío o calor” pero gracias a que le gusta, lo sobrelleva con dignidad. Por estos y otros inconvenientes, hubiera preferido que su hijo Adrián estudiara pero “como no ha podido ser, pues está aquí conmigo”.

El menor de los hijos, Tomás, empezó a los doce años porque “me quité del colegio en sexto”, reconoce que no le gustaba estudiar “y me puse a ayudar a mi padre”. Y al igual que su abuelo, padre y hermano, le gusta coser redes, a pesar de que haya semanas que “no se cobre”. En esta profesión se carece de un sueldo fijo, nunca se gana dos meses igual. A diferencia con su hermano, Tomás no tiene hijos varones, “tengo solo hembras” y es por lo que, con cierta tristeza y resignación dice que “aquí se perdió la siguiente generación de rederos”, aunque reconoce que a la menor “esto le tira bastante, con tan solo nueve años, me pide que la traiga conmigo al muelle”.

Y el más joven, Adrián, nieto de Manuel, reconoce que llegó a la profesión por accidente. Quiso y pudieron darle estudios de mecánica, pero al no encontrar trabajo, terminó junto a su padre, tío y abuelo. No se arrepiente, como a todos, le ha terminado gustando e intenta superarse cada día “esforzarme para hacer las cosas mejor” y lo que no sabe, lo pregunta, no en vano tiene dos generaciones de experiencia a pocos metros. Y aunque no guarda muchas esperanzas por el futuro de la profesión, “me gustaría jubilarme como redero”.

Del cáñamo alquitranado al estéril nailon, de las calderas hirvientes a los nuevos y limpios materiales, de las toscas agujas de madera, a las estilizadas de plástico pero lo que no ha cambiado, lo que continúa siendo igual, es la dureza del trabajo al raso, de fríos inviernos que hielan manos y rostro o los cuarenta grados del verano bajo un sol implacable, de sueldos escasos, cuando los hay, y malas contestaciones si sus redes no pescan. Y a pesar de todo, aman su profesión y cumplen como uno mas de la tripulación, ante la curiosa mirada de unas cuantas gaviotas a pie de muelle.

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